A menudo tendemos a demonizar los aparatos de comunicación cuando el problema en realidad son determinados contenidos. Hace muchos años el problema era el televisor, que atontaba a los niños –y a algunos adultos– y ahora el demonio parece el teléfono móvil. Esta tecnología es un gran avance en todos los sentidos, y si algunas personas lo utilizan para transmitir un contenido dañino, el problema no es del medio sino del emisor. Esta dicotomía está trasladándose ahora a las redes sociales. Si alguien crea una noticia falsa (fake new) y la expande por las redes como Facebook o Twitter, la solución no puede ser acusar la herramienta de comunicación –a no ser que, como ha pasado alguna vez con Facebook, haya contribuido en el delito, como en el caso de Cambridge Analytica–.
Las redes sociales nos permiten a los ciudadanos acceder a unas noticias que antes no nos llegaban por los canales tradicionales, o convertirnos en reporteros improvisados por un día, del mismo modo que los medios de comunicación acceden a otras fuentes de información nuevas. Las redes se han convertido en un brazo más del periodismo. Pasado por el filtro de la verificación profesional, ahora los periodistas llegan más lejos y más rápido. Pongo dos ejemplos recientes, aunque podría poner muchos más.
El 22 de octubre sobre las 22 horas los periódicos de papel ya tenían las páginas casi cerradas de la edición del 23, cuando empezaron a ver por las redes como ciudadanos anónimos colgaban vídeos y fotos de los destrozos que estaba causando en esos momentos una tromba de agua en pocas horas en algunas zonas de Cataluña. Los periódicos más ágiles decidieron levantar algunas páginas ya escritas, tirarlas a la papelera, y rehacerlas con los estragos de la furia del agua, pero con el problema de la hora de cierre, alrededor de medianoche en la mayoría de periódicos. Enviar a un fotógrafo a las zonas más dañadas era un problema porqué muchas carreteras estaban ya cortadas, y tampoco habría llegado a todos los puntos críticos. Pero gracias a las redes sociales estos periódicos pudieron llenar las nuevas páginas con fotos impactantes de todos los municipios afectados. Y todo gracias, primero a que ahora todos somos foto-periodistas en potencia con nuestro teléfono móvil inteligente en el bolsillo –el demonio–, y segundo porqué gracias a las redes sociales podemos explicar al mundo en un instante lo que está pasando al lado de nuestra casa.
Otro ejemplo. La semana de disturbios en Barcelona, Tarragona, Lleida y Girona después de la publicación de la sentencia del juicio del Procés. A pesar de que había muchos periodistas en las calles con sus cámaras y móviles, no podían estar en todos los puntos donde había una barricada o una carga policial. Pero gracias a los ciudadanos y sus móviles, y a las redes sociales, tuvimos más ojos en la calle para explicar qué pasó en realidad, quien empezó, y quien se pasó de la raya, por los dos lados.
Es evidente que cuando aparece una herramienta de comunicación tan potente, la tentación de algunas personas de utilizarla a su favor para manipular, o esparcir mentiras directamente, es muy grande. Pero a pesar de este riesgo, las ventajas son infinitamente mayores para los periodistas, los ciudadanos, y la sociedad en general. Solo hace falta sentido crítico –que va ligado a otro sentido, el común– para no creernos todo lo que nos llega por las redes.